Honduras, país donde la corrupción y la violencia han sido prácticamente endémicas, atraviesa una nueva crisis política provocada por lo que, idealmente, se tiene por soporte de la estabilidad: el resultado de una consulta electoral. El libreto es conocido, aunque los actores sean de estreno: unas elecciones reñidas en que el recuento de votos que, al principio parece favorecer al candidato de la oposición, se torna súbitamente a favor de quien está en el poder y aspira a reelegirse o del candidato oficialista que cuenta con los recursos del Estado. Los opositores no tardan en denunciar los resultados como obra de un fraude y convocan a protestas masivas que los gobiernos reprimen con garrotes y balas.
Los hondureños están viviendo este escenario. El presidente Juan Orlando Hernández, que buscaba la reelección, al parecer se iba quedando a la zaga en los primeros resultados que se daban a conocer en las elecciones del pasado 26 de noviembre y que le otorgaban una ventaja de hasta un 5 por ciento a su adversario, Salvador Nasralla; luego, una interrupción, digamos que un fallo electrónico, paraliza este flujo que, al reanudarse, muestra un repentino cambio a favor del Presidente. La movilización de los opositores es inevitable y, como es tradición, se exigen recuentos de votos que sólo se cumplen a medias y que la oposición suele descartar como “amañados” o “fraudulentos”. A partir de ahí, la violencia puede escalar o no. El libreto tiene múltiples desenlaces.
Pese a que en las protestas de los últimos días no han faltado saqueos y cocteles molotov (esa botella incendiaria con que muchos jóvenes hacen su iniciación política) y lógica represión policial y muertos (la prensa reporta hasta la fecha 14 fallecidos, dos policías entre ellos), los manifestantes hondureños, en su mayoría, han respondido pacíficamente apelando como símbolo de su inconformidad a la flor nacional: la orquídea, que les han ofrecido a los policías y con la cual han engalanado sus casas. Algunos miembros de las fuerzas del orden han sido susceptibles a esta iniciativa: se reporta que dos unidades de la policía han rehusado participar en la represión que impone el toque de queda dictado por el gobierno. Al margen de estos actos de liturgia política, o acaso inducidos por ellos, los actores principales del espectáculo han decidido dialogar con vistas a encontrar una salida. Es decir, tras bambalinas, los protagonistas arreglan el libreto a petición del público.
Es reprobable la comisión de fraude electoral, pero incluso la sospecha de que se ha cometido es ya frustrante, una duda que contribuye a minar los cimientos no sólo de un gobierno, sino del propio Estado, de las instituciones sobre las que se alza, siempre precariamente, la democracia, con lo mucho que aún tiene de ensayo, de búsqueda de convivencia civilizada. Los gobernantes deberían preocuparse de legitimar sus mandatos recurriendo a la mayor transparencia posible. Si el Sr. Hernández cree haber ganado las elecciones, pero sus argumentos no le bastan a un buen número de sus conciudadanos, tendría que apelar a todos los recursos legales para probarlo, aunque ello conllevara el recuento de todos los votos o incluso una nueva consulta popular (si la Constitución lo permitiera). Más grave que perder el poder es conservarlo cuando una parte de la ciudadanía cuestiona su legitimidad.
Desde Tegucigalpa, mi amigo Ángel Zelaya (sin relación de sangre con el ex presidente) me menciona la crisis de su país y me pide que no la ignore. Vivimos en un mundo demasiado pequeño para darnos el lujo de esa ignorancia. La salud de la democracia en cualquier rincón de la tierra es poco menos que política de barrio. La violación de cualquier derecho en cualquier parte es una agresión a todos. En consecuencia, esperemos y exijamos que los hondureños salgan de esta crisis fortalecidos, con instituciones más eficaces y robustas, empeño que debe contar con la solidaridad de ciudadanos y gobiernos del mundo. Honduras no puede sernos ajena. Sus orquídeas de protesta tampoco.
– Escritor cubano, autor de poesía, ensayos y relatos / El Nuevo Herald